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Crónica:

Cuentas por pagar

Mi mamá me despertó, como todos los días, a las siete de la mañana para que fuera al colegio. No era nada extraño que me levantara a rastras. Sin embargo, motivarse a salir de la cama cuesta un poquito más los martes después de un festivo que un lunes común y corriente. Quedarse 5 minuticos más nunca es una opción cuando eres hija de un hogar latinoamericano. Si uno no se levanta con los primeros tres “Mija, hágale pues. ¿Se le quedaron las cobijas pegadas?”, lo más seguro es que una chancleta lo pare de un brinco. Me bañé, me vestí y fui a la cocina por la arepa con quesito y chocolate. Ya se me había vuelto costumbre escuchar a mis papás pelear por plata todas las mañanas. Mientras mi papá se arreglaba en la pieza para ir a trabajar, mi mamá le gritaba desde la otra esquina de la casa.

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mamá le gritaba desde la otra esquina de la casa. Siempre se trataba del mismo problema. A mi papá le había entrado mucha plata hacía unos años porque el novio de mi tía le dio un trabajo rápido, pero sustancioso. Lo que pasa es que a él lo mataron hace 2 años y mi papá no había encontrado un trabajo con el que mantener a la familia desde eso. El resultado era siempre el mismo: mi mamá se encerraba en el cuarto emberracada y mi papá se iba a trabajar de mala gana. 

A mí no me afectaba. Afortunadamente, mi papá me tenía a mí todas las mañanas para bajarle su rabia. Él me llevaba y me recogía todos los días del colegio, sin falta. Siempre me preguntaba “¿Qué hubo, mija? ¿Cómo me le fue hoy?” y yo le contaba, con una sonrisa, alguna anécdota que me hubiera sucedido en el día. Mi papá era perfecto. Su entrega hacia mí me hacía quererlo incluso más que a mi mamá -cosa que ella nunca sabría-. Por eso me dolió tanto cuando se fue para Estados Unidos con mi tía Gloria. Yo sabía que era algo peligroso, pero nunca pensé que mi papá se fuera a meter en esos negocios.

 

Me di cuenta en la casa de mi abuela. Escuché a mi tía Chava hablando con mi tía Gloria sobre el “paquete” que tenían que llevar para los socios de Diego, el novio de mi tía Eugenia. El problema fue que después de un tiempo a Diego lo encendieron a tiros por meterse donde no debía y mi papá se empezó a preocupar, más por nosotras que por él mismo. Ahí fue que se salió de ese mundo. El trabajo se fue y con él… la plata. Yo no lo juzgo, él buscó cómo respondernos a mi mamá y a mí, y quién niega una oportunidad como esa cuando se ve en apuros. A mis tías Gloria y Eugenia tampoco les pasó nada, entonces mi papá se despreocupó y siguió con su vida. Su único problema era el matrimonio.

No habían peleado tan fuerte desde hace tres semanas y vi a mi papá más achantado de lo normal. Casi todo el trayecto estuvo muy callado, por lo que le pregunté que si quería hablar. Él me respondió “Tranquila, mija. Eso no son penas. Usted sabe cómo se pone su mamá cuando estamos pelados.” Tenía razón. Mi mamá era muy brava, pero hace tiempo venían teniendo muchos problemas y yo ya pensaba que dentro de poco se iban a separar. Para alegrarlo, le cogí la mano y le dije que lo quería mucho. El detalle fue efectivo, su sonrisa amorosa me lo confirmó. Seguimos caminando hasta llegar al colegio. Yo no quería irme. Sabía que mi papá estaba triste y no me gustaba dejarlo ir a trabajar así. Cuando nos despedíamos siempre me daba un pico babeado en el cachete, que yo me quitaba con la manga del saco, pero esta vez no fue así. Le devolví el pico babeado y le susurré al oído “Pá, te amo mucho. Seguí tu consejo, esas no son penas”. A mi papá se le aguaron los ojos y me sonrió mientras asentía. Mi comentario no iba a arreglarle el día, mas no perdía nada con intentarlo. 

Mi día en el colegio fue muy bueno, pero lo que más me alegró la jornada fue ver a mi papá recogerme con una sonrisa en la cara. Nos fuimos conversando de lo bien que le había ido en el trabajo hasta llegar a la casa. Mi mamá nos recibió sirviendo los frijoles y se volvió a encerrar en la pieza. Inmediatamente sonó el estruendo de los ánimos de mi papá cayendo al piso o, tal vez, fue el portazo que dio mi mamá. Comimos en silencio. Mi papá se paró a llevar el plato a la cocina. Yo lo detuve cogiéndole el brazo y le dije que tranquilo, que yo lo lavaba. Se le escapó una sonrisa que discrepaba con su mirada triste y se marchó. Yo me quedé toda la tarde haciendo tareas y, a eso de las 8 de la noche, me dormí.

Alrededor de las 10 de la noche me despertó mi mamá, pálida y con cara de espanto. “Carolina, a su papá lo mataron”. Mi sangre se heló, sentí mi estómago desaparecer, mi corazón apagarse, mi vista opacarse, mi cuerpo desplomarse y, sin embargo, las lágrimas no salían. Era un simple trozo de materia flotando en la infinitud del universo. Hasta que finalmente aterricé en la realidad...

 

Mi pá, mi Eduardito yacía muerto en una esquina de Itagüí, tras recibir 6 pepazos en la cabeza.

Estudiante 11

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